El camino perdido de Amélie Fléchais se abre con un mapa y con una trágica leyenda sobre un bosque cruel y tenebroso. El trazo, la composición y los colores de las primeras páginas recuerdan a los antiguos cuentos populares… Y sólo atravesando ese relato de vidas truncadas llegamos al inicio de la historia central en la que tres niños caminan por un sendero en medio de un bosque:

«¿Estás seguro de que por aquí llegaremos antes?»
Una frase de inicio que ya da cuenta de lo ocurrirá en las siguientes páginas: queriendo acabar rápido una búsqueda del tesoro que no parece entusiasmar a ninguno de los tres, y dejándose guiar por el más sabiondo de los tres, con el paso de las páginas deberán aceptar lo evidente, se han perdido.

De este modo iniciamos un extraño paseo acompañando a tres personajes bien diferentes: un sabelotodo que no para de adularse y no es capaz de aceptar que lo suyo no es la orientación y dos hermanos de apariencia bizarra; el pequeño empeñado en comportarse y hablar como si fuese un robot. Amélie contaba en una entrevista que le gustaba la idea de construir tres héroes alejados de los estándares clásicos y que su carácter egoísta y naïf fuese capaz de acercarnos a una parte de nuestra infancia. Y aunque la obra no juega la baza de la identificación, consigue que, desde la distancia,nos divirtamos de lo lindo con los tres personajillos.
Lo que más me gusta de El camino perdido es su capacidad para romper nuestras expectativas. Amélie sabe construir un ambiente absorbente e inquietante y juega a la perfección con las convenciones del género fantástico. Pronto descubrimos que ese bosque está habitado por otros mundos, por los que transitan personajes extravagantes, fabulosos y un poco amenazadores. Una casa abandonada (¿la de la leyenda? nos preguntamos), erizos bailarines, búhos gigantes y toda clase de animales parlantes y algunos bien vestidos se cruzan en el camino de los niños y nos sitúan en un universo marcado por un intenso momento prebélico. Nuestros conocimientos sobre este tipo de relatos nos llevan a pensar que esos tres niños se convertirán en los salvadores de este mundo en erupción. Aunque… la trama juega con los giros para hacernos saber que más que héroes los niños son meros visitantes en un mundo ajeno del que deben salir del mismo modo que entraron.

De este modo, el bosque se construye como lugar de lugares y palimpsesto de historias, en el que no todo tiene un sentido ni una explicación y en el que las conexiones son a veces ambiguas, a veces sencillamente posibles y otras incommensurables. Amélie nos hace notar la enormidad de ese espacio (tanto a nivel geográfico como histórico) y el lugar al que estamos relegados los humanos. Su bosque es lugar denso en historias: así lo deja ver el subsuelo, pero también ese mapa, que como todo mapa, nos muestra muchos otros posibles recorridos que los tres niños nunca recorrieron y que posiblemente les hubiesen llevado hacia experiencias distintas.
Una delicia absoluta que además, parte de un estilo muy personal, que mezcla con elegancia las reverberaciones de cuentos populares y fábulas europeas, los universos oníricos y un tanto desafiantes de Sendak, Miyazaki y Spike Jonze y el humor de Wes Anderson. Las páginas de este cómic mutan constantemente, pasando de la tinta china a dobles páginas coloreadas con acuarela y cambian de tono o estilo dependiendo del punto de vista o del universo en el que nos encontremos. Un estilo que va hacia el manga si percibimos el mundo a través de los ojos del pequeño robot y una composición que intercala grandes ilustraciones llenas de detalles y matices en los que perdernos.
Una obra en la que lo maravilloso sabe jugar con lo ambiguo, componiendo eso que a Sendak le gustaba llamar libros salvajes. Y a él y a sus monstruos, en parte, va dedicado este cómic.